domingo, febrero 22, 2009


De: Mí
Para: Filia


Hoy fui dispuesto a sacarte de ahí; perdóname, no pude, había mucha vigilancia, no supe qué hacer. Los sentimientos me abrumaron, desesperación, coraje, miedo; impotencia, por eso me fui y te abandoné otra vez… No entiendo por qué estás ahí, tú no tuviste la culpa; tú eres la víctima, ¿por qué te alejaron de mí? En realidad aún no comprendo.

Sabes por qué te escribo, verdad, bueno, no creo que entiendas, tu condición actual no te permite pensar; pero esta carta es para decirte que te necesito, aunque nunca más podremos estar juntos. Escribo estas líneas, sintiéndome más que imbécil. No soy yo, sino la terquedad la que impulsa a mi pluma sobre el papel; porque si somos honestos, esto, no tiene sentido; cuando estabas a mi lado nunca me escuchaste, no comprendo qué me hace pensar que ahora lo harás; estúpido, por qué he de ser tan obstinado. Antes de conocerte, mejor dicho de verte, ya que nunca platicamos del todo, mi vida, era como un declive vertiginoso hacia la oscuridad, un alud inminente que se burla en tu cara y cae sobre tu cuerpo, pero al cual, con el tiempo, te logras acostumbrar. Hoy sin ti, todo es peor.

Había conocido muchas mujeres parecidas a ti, pero no me atrevía a entablar relación con ninguna de ellas. ¿Por qué? Por vergüenza a ser como soy… fue eso y más, o no sé... hay muchas cosas que no comprendo; pero qué importancia tiene el decirlo ahora que todo acabó. Tú, verdad que tú, y sólo tú, llegaste a entenderme. Además, lo tengo que admitir; me embrujaste, aquella piel inigualablemente blanca, tus labios, esos ojos verdes que miraban, sin mirarme.

¿Recuerdas aquellas horas que pasamos juntos? Para mí, fueron inolvidables. Esa noche llegaste a donde laboraba acompañada por dos hombres que trabajaban conmigo; estabas absorta, pálida, abatida, como en una especie de trance pagano. Pregunté ¿qué había ocurrido? El más alto respondió; porque tú no podías hablar. Después sin darme cuenta, se marcharon dejándonos a solas. Me acerqué a ti, te miré y acaricié tu mejilla, fue un segundo, un impulso del cual me arrepentí al instante. Pero logré controlarme, y al ver que no te quejabas, una oleada de confianza acarició mi miembro y lo vigorizó. Mis dedos danzaron torpemente sobre el contorno de tus labios, bajaron por tu cuello sin ningún miramiento internándose en tu escote, como el correr de un erizo asustado a su madriguera. Temeroso como estoy ahora de saberte convertida en cenizas de mi deseo.

Discúlpame, era neófito en lo que a sexo se refiere, pero esa noche contigo me liberé, aprendí todo lo que ahora sé y te lo agradezco. Te penetré por horas hasta venirme seis veces, al final simplemente me vestí e huí. La terapia sexual funcionó a la perfección para mí. Pude descargarme y ser lo que ahora soy; tú, te quedaste ahí sin moverte, con tu piel blanca como la nieve, y esa mirada fría y perdida que te caracterizaba. Era de esperarse, aquella noche me convertí en necrófilo; tú, en cambio, nada podías hacer... ya estabas muerta.